La forma en
cómo se expresan los niños acerca de sus propias experiencias son muchas veces fuente
de sabiduría que puede darnos a los adultos lecciones de vida. En forma de
metáfora pueden narrar su historia o episodios de la misma de forma más
accesible, menos comprometida, al poder distanciarse de la responsabilidad/dificultad
de asumir sus propias emociones pero con la distancia justa como para
identificrrse con el protagonista.
María es una niña adoptada de 12 años. Su historia, como la de otros niños y niñas como ella, tiene una primera parte marcada por el abandono y la institucionalización en un orfanato durante los primeros años hasta que unos ángeles protectores la rescataron cuando tenía 5 años. El prólogo de su vida, esa primera parte de su historia que explicaría en gran medida cómo va a transcurrir la existencia de la protagonista, qué tipo de relaciones van a narrarse en la obra, qué situaciones extremas va a vivir, está escrito desde el mismo momento en que comienza a escribirse su historia.
Pero la tinta utilizada no es indeleble, puede borrarse para poder reescribir capítulos más bonitos, para cambiar el curso del argumento que parecía abocado a un final desgraciado, incluso para escribir finalmente un epílogo que permita a María, y a otros niños como ella, hacer un resumen positivo sobre el giro de su vida y dedicar tiempo a los agradecimientos de los que pudieron ser tutores de resiliencia así como elogiar su propia valentía y capacidades.
Acerca de cómo se sintió María cuando llegó a nuestro país, me regaló una metáfora maravillosa que quiero compartir con vosotros. Explicaba que su llegada a nuestro país fue bastante dura para ella, y que se sentía como una lenteja entre granos de arroz.
Eso era así no sólo por el color de su piel, que era diferente y más oscura que la de sus compañeros de colegio al proceder de una zona del mundo en la que todos tienen una pigmentación mucho más intensa.
Tampoco era únicamente porque no entendía nada del idioma de los que querían acercarse a ella para hablar o jugar y de los cuales pensaba que les pasaba algo raro en la boca ya que no conseguía descifrar lo que le decían.
Unido a todo lo anterior, se sentía una lenteja entre tanto granos blancos y estirados de arroz por el hierro, típico de esta legumbre y que le daba energía para sentirse más fuerte. Lo que pasaba era que ese hierro se traducía en constantes agresiones y peleas en el colegio y fuera de él. Era como sentirse fuerte, invulnerable ante los otros, dura e impenetrable como un escudo con sus actos. Continuaba diciendo en su discurso “cuando yo empecé a ser buena persona al darme cuenta que no podía pegar” … Esta parte de la narrativa comenzaba a adquirir un cariz diferente en el que me sentí en la responsabilidad de parar su narrativa y explicarle a María que ella siempre había sido una niña buena, pero que su MIEDO le llevaba a tener conductas inadecuadas como pegar.
Siegel explica
de una manera sencilla al tiempo que rigurosa cómo entender la conducta de
María y la de otros niños. Señala que la mayoría de nosotros no toma en
consideración que nuestro cerebro tiene muchas partes distintas, cada una con
diferentes cometidos. El lado izquierdo nos ayuda a pensar de una manera lógica
y a organizar los pensamientos para construir frases, pone orden, utiliza la
lógica, da sentido a los sentimientos y
recuerdos. Por su parte, el lado derecho nos ayuda a experimentar las emociones
y a interpretar las señales no verbales, contribuye mediante las sensaciones
corporales, las emociones no procesadas y los recuerdos personales para tener
una impresión general.
Tenemos así
mismo un cerebro “reptil” que nos permite actuar intuitivamente y tomar
decisiones relacionadas con la supervivencia en milésimas de segundo, y un
cerebro “de mamífero” que nos orienta hacia la conexión y las relaciones. Es
como si nuestro cerebro tuviera múltiples personalidades, unas racionales y
otras irracionales; unas reflexivas y otras reactivas. A través de la
INTEGRACIÓN se coordina y equilibra las distintas regiones del cerebro
manteniéndolas unidas.
Cuando los
niños no están integrados se encuentran superados por las emociones, están confusos
y actúan de forma caótica. No son capaces de responder de una manera serena y
competente a las situaciones a las que se enfrentan. Las pataletas, las crisis,
la agresividad, son el resultado de una pérdida de integración. De ahí que
María tuviera esas reacciones tan desproporcionadas cuando sus compañeros le
hablaban e incluso antes de ello, ya que el miedo le inundaba a nivel emocional
haciendo que sus respuestas correspondieran a reacciones ante una percepción de
amenaza del medio.
Si las
rabietas, agresiones y falta de control ocurre en todos los niños, incluso en
aquellos que han vivido experiencias de buenos tratos al no haber desarrollado
suficientemente la capacidad de integración de su cerebro, en el caso de los
niños víctimas de maltrato esto se da en mayor medida. ¿Por qué?.
La
experiencia moldea nuestro cerebro. Cuando vivimos una experiencia se va
cambiando la estructura física del mismo, reconfigurándolo. La integración
consiste en ese proceso de configuración y reconfiguración, al facilitar por
parte del adulto experiencias para crear conexiones entre las distintas partes
del cerebro. Un cerebro integrado da lugar a una mejor toma de decisiones, un
mayor control del cuerpo y las emociones, una mejor comprensión de sí mismo,
unas mejores relaciones y un buen rendimiento escolar. En el caso de niños que
no han recibido la estimulación y el afecto necesario para la maduración y
organización cerebral, la integración no puede tener lugar de manera
satisfactoria.
Habla también
Siegel de otra forma de comprender el cerebro. Si antes hablaba del mismo
centrando la atención en el cerebro izquierdo y derecho, otra forma de verlo se
refiere viéndolo de arriba abajo o en realidad de abajo arriba.
Imagina que el cerebro es como una casa, con una planta inferior y otra
superior. La planta baja, el cerebro inferior, incluye el tronco cerebral y el sistema límbico,
siendo los que se ocupan de funciones básicas (la respiración y el parpadeo),
de reacciones innatas e impulsos (como la lucha y la huida) y de las emociones
fuertes (como la ira y el miedo). El cerebro superior es muy distinto. Se
compone de la corteza cerebral y sus distintas partes incluida la conocida por
corteza prefrontal media. Esta parte del cerebro está más evolucionada y allí
tienen lugar procesos complejos como el pensamiento, la imaginación y la
planificación. Es el responsable de que los niños puedan:
-
Tomar decisiones y planificar con sensatez
-
Controlar las emociones y el cuerpo
-
Entenderse a sí mismo
-
Sentir empatía
-
Tener sentido de la ética
Cuando el
cerebro superior funciona bien, el niño puede regular sus emociones, plantearse
las consecuencias, pensar antes de actuar y tener en cuenta los sentimientos de
los otros, lo cual le ayudará a afrontar de manera adecuada las dificultades
cotidianas. El cerebro funciona mejor cuando la parte inferior y superior están
integradas. Pero así como el cerebro inferior está plenamente desarrollado ya
al nacer, el superior no alcanza la madurez completa hasta después de muchos
años, se construye en los primeros años de vida y luego va remodelándose a lo
largo de la vida. Todas las funciones que se han señalado anteriormente no
están desarrolladas en los niños y su grado de madurez va a depender de los cuidados
y atenciones que recibe en base a la respuesta sensible, sincronizada, calmada
y afectiva del adulto.
Volviendo a
María, la amígdala, una parte del cerebro que tiene el tamaño y la forma de una
almendra y que forma parte del sistema límbico, hacía que procesara y expresara
rápidamente las emociones, sobre todo la ira y el miedo. En los momentos en que
ella intuía peligro (prácticamente ante cualquier acercamiento o
cuestionamiento de sus actos), la amígdala asumía por completo el control,
actuando antes de pensar.
De ahí la importancia de explicarle que ella no era
una niña mala, sino una niña con miedo que se defendía. El modo en como los niños
se refieren a sí mismos, la representación que hacen de ellos mismos en su
relación con los otros es algo que los adultos no pueden pasar por alto, pues
no sólo va a condicionar su conducta posterior en base a lo que creen que se
espera de ellos, sino que su autoconcepto se verá afectado de forma negativa.
Se me ocurre
que quizás podríamos cambiar la pregunta que nos hacemos ante el comportamiento
desproporcionado e inadecuado de los niños. En lugar de preguntarnos ¿Por qué?,
cuya respuesta va acompañada casi siempre de adjetivos calificativos del tipo “porque
es malo/a”, “porque es un maleducado/a”, “porque es un desastre”, “porque es rencoroso/a”….
podríamos plantearnos la pregunta ¿PARA QUÉ?,
ya que su respuesta conlleva explicaciones más positivas como “para
defenderse cuando tiene miedo”, “para llamar la atención cuando se siente solo/a”,
“para sentirse escuchado/a”.
La metáfora de
María concluía, no obstante, de una manera preciosa. Explicaba que el hierro y
la fortaleza de la lenteja finalmente consiguió hacer que se encontrase mejor
con sus compañeros. Seguía siendo una lenteja pero logró que de ella surgiera
un tallo verde que germinó. Una bonita manera de transformación. Seguía siendo lenteja pero no
hacía falta ya que el hierro actuara salvo para garantizar su crecimiento.
Se puede ser
una espectacular lenteja entre un montón de granos de arroz. La cuestión está
en que los adultos que se encuentran en el entorno de esa lenteja la miren no
como el elemento disonante del contexto, sino como una parte más del mismo con
necesidades posiblemente distintas pero con posibilidades de integrarse con los
blancos granos de arroz.
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