"Solamente dos legados duraderos aspiramos a dejar a nuestros hijos: uno raíces...el otro, alas"

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lunes, 21 de abril de 2014

Capacidad, habilidad, plasticidad. ¿Puedo, se y soy eficiente como padre o madre?

¿A ser padres se aprende?

¿Basta con unas nociones básicas para aprender a ser padres?

¿Todos los padres/madres necesitan apoyos profesionales/educativos para poder ejercer eficazmente como tal?

¿Por qué continúa habiendo padres que llegan a exponer a sus hijos a situaciones de riesgo e incluso de maltrato?                                       


Estas y otras preguntas nos planteábamos hace ya un tiempo mi estimada amiga y compañera Esther Ciscar Cuñat (con la cual tengo la gran fortuna de compartir no sólo trabajo sino una fuerte vinculación afectiva) cuando nos planteamos escribir uno de los capítulos del libro Orientación familiar: de la capacidad a la funcionalidad (Editorial Tirant lo Blanch, 2009) dedicado al rol parental. 

Voy a intentar resumiros algunas de las ideas que se recogen en dicho capítulo y que en la práctica siguen siendo ejes principales en la intervención con familias y menores en nuestro día a día. Habría una pregunta que englobaría a todas las anteriores. 

¿Qué se necesitaría para desempeñar de forma adecuada las funciones parentales?. Tres cuestiones primordiales:

1.      Poder hacerlas, es decir, tener CAPACIDAD,
2.      Saber cómo hacerlas,  o lo que es igual, tener HABILIDAD
3.    Hacerlas de manera eficiente, esto es, adecuando las tareas a las necesidades mediante la PLASTICIDAD.

Capacidad, habilidad y plasticidad son, pues, variables que intervienen sobre el rol parental, de manera que el modo en que todas ellas se den por separado, junto con la interacción de las tres sobre las prácticas parentales, harán que se dificulte o facilite el desempeño del rol.

1. Capacidad

Partimos de la idea de que la capacidad de ser padres, no sólo a nivel biológico, sino también competencial, es aplicable para (casi) todas las personas (existirían algunas excepciones como por ejemplos personas con problemas de salud mental). Otra cosa bien distinta es cómo se desarrolla esa capacidad y se llevan a cabo las funciones que son propias. Las competencias parentales vienen a ser las capacidades prácticas que tienen los padres y madres para proporcionar a sus hijos la protección, el cuidado y educación necesarios para un adecuado desarrollo integral. 

Barudy (2005) señala que “la adquisición de competencias parentales es el resultado de procesos complejos donde se mezclan las posibilidades personales innatas, marcadas por factores hereditarios, con los procesos de aprendizaje influidos por la cultura y las experiencias de buen o maltrato que la futura madre o padre hayan conocido en sus historias familiares, sobre todo en su infancia y adolescencia”. 

Además Barudy distingue dos componentes dentro de la parentalidad: las capacidades parentales fundamentales y las habilidades. En relación a las primeras refiere que se encuentran determinadas por factores biológicos y hereditarios (si bien son moduladas por el contexto y la cultura) y son las siguientes: la capacidad de apegarse a los hijos, la empatía, los modelos de enseñanza y la capacidad de participar en redes sociales y de utilizar los recursos comunitarios. Podríamos decir que en el caso de la capacidad para desempeñar el rol parental, la ausencia de factores como los anteriores pueden influir en el desarrollo de dicha capacidad de forma que potencialmente pueden ser padres capaces, pero de manera efectiva serán padres incompetentes, es decir, con las competencias mermadas o bloqueadas.

Por otra parte, un aspecto importante relacionado con la capacidad parental es el de la autoeficacia parental percibida, o lo que es igual, el grado de seguridad con que los progenitores se sienten capaces de poder superar las dificultades que surgen en relación con sus hijos. En palabras de Bandura (1999), ser padre o madre requiere tener seguridad en las propias capacidades para abordar con confianza los desafíos educativos, es decir, tener la creencia de eficacia personal.
Podríamos decir por tanto que la autoeficacia percibida puede tener diferentes efectos en:
 1) la motivación para el desempeño del rol,
2) los pensamientos de uno mismo en función a la valoración que se hace sobre los resultados,
3) la manifestación del afecto  hacia los hijos y
4) las prácticas o tareas  que se llevan a cabo para lograr las funciones parentales.

Es fácil deducir que, a mayor autoeficacia percibida mejor será la ejecución de sus funciones y por tanto, existirá un desempeño del rol parental más funcional que aumentará a su vez el sentimiento de capacidad y competencia parental.


2. Habilidad

Para enseñar es necesario aprender previamente. Para ser educadores de sus hijos los padres y madres han de desarrollar y/o aprender una serie de habilidades que les sirvan de guía para conseguir su meta educativa y socializadora. De igual modo que existen diferencias interpersonales en altura, capacidad de afrontamiento al estrés, sentido del humor, etc. en el caso de las capacidades y de las habilidades parentales existen diferencias entre unas personas y otras que van a modular a su vez la plasticidad a la hora de afrontar de manera competente los diferentes retos que supone el ejercicio de la parentalidad.

Se puede hablar de habilidades en tanto que conocimientos adquiridos, formas de hacer eficaces que hacen que las tareas relacionadas con las funciones parentales se conviertan en prácticas competentes

Vicente Garrido (2009) señala que "los padres han de aprender a manejar en el transcurso de la crianza de sus hijos, siempre de acuerdo con la edad y desarrollo que éstos presentan cuatro habilidades esenciales: 
  • saber escuchar; 
  • saber comunicar ideas de modo franco y claro; 
  • saber transmitir seguridad emocional y apoyo, y 
  • saber transmitir necesidad de superación."

3. Plasticidad

Aceptar la personalidad y temperamento de cada hijo, las características evolutivas de cada momento, así como las propias limitaciones y posibilidades constituyen indicadores de éxito en el desempeño del rol parental. 

Señala Barudy (2005) que “el mérito de las madres y de los padres reside en el hecho de que deben responder a múltiples necesidades de sus hijos, necesidades que, además, cambian con el tiempo”. Deben por consiguiente, disponer no solamente de recursos y capacidades, sino también de una plasticidad estructural para adaptar sus respuestas a la evolución de estas necesidades del desarrollo infantil.

Nos atrevimos entonces a dar una definición propia de la plasticidad parental como la adaptabilidad de los padres o cuidadores en las sucesivas etapas del ciclo vital familiar y/o ante la aparición de diferentes sucesos estresores, que les permite desarrollar competencias que aseguren la protección, el cuidado y la atención de necesidades de sus hijos, y que viene a su vez determinada por la capacidad y las habilidades latentes o evidentes de los adultos para ejercer el rol parental de manera funcional. Es decir, son precisamente los modos de desarrollar la capacidad parental a partir de una serie de habilidades, destrezas y estrategias las que van a modular la plasticidad o adaptabilidad. A mayor capacidad y competencias ejecutivas, se dará una mayor flexibilidad cognitiva y de acción que facilitará la adaptación de las necesidades de los hijos a las expectativas y metas concretas de los padres y habrá por lo tanto un mayor funcionamiento.


Un poco teórica quizás me ha salido esta entrada, pero quería compartir, sin desvirtuar demasiado el contenido original, todos estos conceptos que se encuentran asociados al buentrato y a la parentalidad/marentalidad competente.

Potencialmente podemos (casi) todos/s ser padres competentes. Aprendemos y mejoramos nuestras prácticas parentales a través de la experiencia directa y otros modos. Nos adaptamos cognitiva y educativamente según la edad y circunstancias de nuestros hijos/as...y sin embargo, hoy más que nunca, nos autopercibimos en ocasiones como incapaces o impotentes en el manejo de situaciones cotidianas.

Si antes he comenzado con algunas cuestiones, quisiera acabar con otras que me surgen y que quizás podáis/queráis responder:

¿Hasta dónde una infancia infeliz...determina la parentalidad/marentalidad?

¿Cómo se puede separar la historia previa como hijo o hija  de las prácticas parentales cuando luego se es madre o padre? 

¿Cuáles son las principales fuentes para adquirir las habilidades parentales/marentales?

¿Qué es lo que me impide/bloquea como padre o madre mostrar una plasticidad parental?

¿Qué es lo que me hace tener un sentido de autoeficacia percibida en relación a mi parentalidad/marentalidad? 



viernes, 11 de abril de 2014

El espejo donde se mira un niño o una niña para aprobarse o desaprobarse es la opinión de los adultos que le rodean

Desde siempre me han causado admiración y curiosidad los girasoles. De pequeña tuve el placer de disfrutar lo entretenido y animoso de comer una a una las pipas que, incrustadas en el interior, parecen un ejército de gotas sabrosas formando filas ordenadamente. De mayor, pasar con el coche y apreciar lo excepcional de observar campos inmensos de girasoles ha sido algo que siempre me ha cautivado. ¿Cómo puede una planta girar buscando el sol? Heliotropismo dicen que se llama.

La planta dispone de mecanismos que hacen que pueda ir rotando la flor en busca del calor que el astro rey proporciona. Pero hay algo que seguro que no sabéis: los girasoles sólo miran al sol cuando son jóvenes. Una vez que crecen y maduran, se quedan en una posición fija, mirando hacia el Este, por donde sale el sol. No porque no necesiten de la luz solar, sino por que sus estructuras se han ido formando y afianzando. Como la autoimagen de un niño o una niña.

Ese calor y esa luz supongo que debe ser la misma que recibe un niño o una niña cuando le abrazan, le dicen que le quieren, elogian sus progresos, valoran sus esfuerzos...rayos de amor que van forjando la autoimagen que hará de él o de ella una persona valiosa, que se apruebe o desapruebe según las experiencias afectivas y los contextos en los que se desarrolle. Y para ello, para recibir esa luz, los niños y las niñas van "rotando" cuando son pequeños en busca del afecto, de palabras bonitas, de un reconocimiento de su valía...como los girasoles. Y lo hacen de forma variopinta, reclamando la atención de los adultos con sonrisas, llantos, gestos de ayuda, actos desatinados como romper algo o gritar...todo por un pequeño rayito afectivo que les nutra y de calor.

¿Qué pasa cuando no les llega esa luz afectiva? ¿Qué ocurre a los girasoles por la noche, cuando el sol no alumbra? Se inclinan, se retraen sobre si. ¿No es sinónimo de oscuridad para un niño -siguiendo el símil- cada vez que no recibe todo lo que el sol afectivo aporta, y en su lugar hay rechazo, indiferencia, gritos o insultos? ¿De qué manera influye la opinión de los adultos?

Podría hablaros de la autoimagen de muchas formas diferentes, pero he elegido una sola, la que ofrece la psiquiatra infantil Amanda Céspedes (de la que os he hablado en otras entradas).Navegando por la red encontré un texto suyo que no tiene un ápice de desperdicio, y quiero compartirlo.Dice Amanda:

"Cada mañana el espejo del baño nos informa sobre cómo está nuestra apariencia personal, que tal nos quedan el traje y el peinado. Esos retoques frente al espejo sirven para devolver la seguridad y el aplomo necesarios para enfrentar a nuestros compañeros de trabajo, al jefe o a los alumnos durante ese día. Nosotros sólo podemos saber cómo es nuestra imagen en la medida en que otro, el espejo, nos la devuelve y nos permite apreciarla críticamente, aprobándola o desaprobándola.

En los niños, la imagen que ellos tienen de sí mismos es también “refleja”; surge de la observación que hacen otros acerca de ese niño. El espejo donde ese niño se mira para aprobarse o desaprobarse es la opinión de los adultos que lo rodean.
Durante los primeros diez años de vida, el niño elabora una imagen de sí mismo a partir de la información que recibe de los demás, construye un concepto de sí mismo y le otorga un valor, que llamamos “autoestima”; la autoestima contiene una apreciación de cuanto se vale y de cuanto se puede, es decir, un juicio de valor y un juicio de poder como capacidad de cambiar. Los adultos más importantes y decisivos en la formación de la autoimagen son los padres y los profesores.

A menudo se dice que la autoimagen depende de las experiencias que vive el niño; de allí que muchos psicólogos infantiles hayan recomendado que se eviten las frustraciones a los niños, para que no se deteriore su autoimagen. La verdad es que las personas que rodean al niño son mucho más decisivas en la formación de la autoimagen que las experiencias frustrantes o gratificantes. Los niños pueden tolerar grandes adversidades, si están rodeados de adultos afectuosos y comprensivos.
Los adultos influimos de muy variadas formas sobre la autoimagen de los niños: nuestro primer aporte consiste en ser capaces de entregar al niño, en sus primeros meses de vida, la confianza básica, es decir, la posibilidad de creer que es digno de ser amado sin condiciones, y de ser aceptado sin reparos; esta aceptación incondicional es fácil cuando el bebé es sano y hermoso, pero es una tarea ardua si el pequeño nace malformado, enfermo o con limitaciones de alguna índole.

La condición más dramática de no aceptación la vive el niño abandonado por su madre, ya sea por abandono físico (es dejado en una sala de hospital, por ejemplo) o por abandono afectivo (la madre está severamente perturbada o enferma). Los niños que son intensamente amados desde el primer día de nacidos, desarrollan en su interior una poderosa fuerza innata, llamada confianza básica, que será el terreno fértil para que posteriormente surja una adecuada autoestima.
Más adelante, los adultos influimos en la formación de la autoimagen infantil a través de nuestros juicios y opiniones acerca de su comportamiento o características. Ciertos apodos pueden ser muy dañinos; ciertos comentarios ácidos, que emitimos creyendo que les “picaremos el amor propio”, pueden ser tan corrosivos como el cloro sobre el alma vulnerable de un pequeño. Tales frases hirientes o descalificatorias suelen ser empleadas “inocentemente” por padres y profesores muchas veces cada día: “eres un incapaz”, “actúas como si no tuvieras sesos”, “me vas a matar un día de estos”, “eres irremediablemente tonto”, y otras “frases para el bronce”, han salido de nuestros labios muchas veces, y seguirán saliendo si no nos detenemos a pensar en su impacto…

Un padre rígido, arbitrario e intransigente, que no admite razones y descalifica en vez de dialogar, genera en sus hijos un irreparable sentimiento de inseguridad, minusvalía y miedo a ser autónomo. Expectativas irreales o exageradas van minando en los niños la confianza en sí mismos; hay padres que ya han decidido el destino de sus hijos antes que estos nazcan. “Serás médico como yo”, o “serás un pianista como la abuela”, son vaticinios que sólo contribuyen a convencer al niño que es un ente, un títere sin capacidad de decisión, especialmente si carece de los atributos intelectuales necesarios para acceder a la universidad, o no posee ese oído privilegiado que hizo de la abuela una pianista eximia.
Así como nos invade una sensación de abatimiento cuando el espejo nos dice: “hoy no es tu día, luces horrible”, la autoestima de un niño puede irse al suelo en forma irreparable, si los adultos no hemos contribuido a formar en ese niño una imagen de sí positiva, con certeza acerca de sus cualidades y aceptación de sus debilidades, con una apreciación realista y optimista acerca de su valor y de su capacidad de crear, de mover el mundo.

Los niños con una adecuada autoimagen son niños seguros de sí mismos, conocedores de sus limitaciones, confiados, optimistas, resistentes al stress, ávidos de aprender, alegres y cariñosos; saben aceptar sus fracasos, son solidarios y saben apreciar el valor de las cosas pequeñas. Por el contrario, los niños con una imagen negativa de sí mismos, son muy inseguros, no aceptan sus limitaciones, reaccionando con rabia e impotencia; desconfían de adultos y pares; son pesimistas, insatisfechos, muy vulnerables al stress; no se interesan por conocer el mundo que les rodea, se inhiben frente al aprendizaje; andan malhumorados, ariscos; no aceptan perder, son egoístas y ávidos de poseer bienes materiales: costosas zapatillas deportivas, ropa de marca, sofisticados equipos para jugar tenis, etc. Al crecer, serán adultos igualmente desconfiados, egoístas, inseguros y ávidos de una riqueza material que no logra calmar su intolerable sentimiento de minusvalía."

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